Querida mía, te escribo esta breve carta con ocasión de tu natalicio. No es intención de este humilde amante tuyo el agasajarte con palabras huecas. Tal empresa sería inapropiada para describir mis sentimientos hacia ti y, peor aún, una desconsideración hacia tu persona. Antes bien, mi voluntad y firme propósito radica en que aceptes este retazo escrito como muestra viviente de nuestro amor. Un amor cincelado por los dioses bajo la atenta mirada de los serenos, eternos guardianes de la noche. Me invade una sensación de dulce felicidad al saber que, un año más, caminas junto a mi lado; como la brisa mañanera en la costa, que tan bien sienta a nuestras acaloradas mejillas. Con ímprobo esfuerzo te ruego, por favor, que aceptes este obsequio que te ofrezco. Esperando que el apogeo del día te traiga buenas nuevas, me despido de ti y quedo a tu disposición una vez se produzca el ocaso vespertino.
Quizá porque hace dos días celebré mi trigésimo primer cumpleaños, o tal vez porque ha pasado casi un año desde la última vez que escribí algo para mi blog, la reflexión sobre el paso del tiempo me ha venido a la mente. A decir verdad, es un asunto al que siempre le estoy dando vueltas, eso sí, nunca con la pausa (qué ironía, ¿no?) que necesita todo pensamiento digno de su nombre. Es un lugar común en la metáfora literaria describir el paso del tiempo como el agua que se escapa entre las manos, inasible por definición e inexorable en su singladura. Ciertamente, el tiempo es una realidad contradictoria, pues no puede prescindirse de ella (¿qué somos, sino tiempo?) y, a la vez, resulta de todo punto esquiva; me refiero a que no podemos “tocar” directamente el tiempo, ni tampoco verlo u olerlo. Tan solo podemos “representarlo”, acomodarlo a nuestra forma de ver, pensar y sentir las cosas. En efecto, sometemos el tiempo a nuestro designio, le obligamos a pasar por el tributo de la razón hu